Gabriel Mª Otalora
La palabra ‘Sínodo’ ha adquirido renovada vigencia con el Papa Francisco, que ha popularizado estaexpresión de los primeros siglos de la Iglesia. En los últimos decenios, ‘sínodo’ se asociaba a las asambleas eclesiales, aunque sin apenas incidencia en el laicado excluido en el discernimiento sobre cuestiones doctrinales, litúrgicas, canónicas o pastorales.
En la actualidad, la significación de ‘sínodo’ ha dejado de ser un acto puntual para converger hacia un camino común -la sinodalidad-, en el que el ‘nosotros´, es decir, el Pueblo de Dios al completo, manifiesta su ser y su quehacer responsable. Este camino sinodal se concreta y expresa mediante la escucha y la participación de todos los cristianos, pues todos estamos llamados a ello, sin excepciones. Lo verdaderamente novedoso junto al papel laical en este proceso es que la sinodalidad ha dejado de ser un evento puntual sino una forma natural de ser Iglesia que viene para quedarse. Es lo más importante que tenemos entre manos. De hecho, la palabra griega ‘sínodo’ quiere decir ‘caminar juntos’, como lo hizo Jesús, asignatura que tenemos que aprender para ser ejemplo.
A estas alturas es evidente que si el Concilio Vaticano II y las reformas que contemplaba se quedaron a medias, fue por su carácter no participativo. Es cierto que logró renovar la eclesiología para centrarla en la comunión del Pueblo de Dios. Pero no hay más que ver la realidad eclesial laical cuando Francisco ha puesto en marcha este proceso sinodal. Por tanto, lo que acucia es una actitud de colaboración real y sincera, donde todos los miembros del Pueblo de Dios aportemos con discernimiento la manera de ser presencia eclesial en el mundo, y lo hagamos desde la condición de bautizados, es decir, en clave de corresponsabilidad; una misión en la que servir es más importante que imponer y acumular poder, signo característico del clericalismo.
De lo contrario, este camino sinodal se convertirá en una isla entre sínodos tradicionales que solo el Espíritu sería capaz de rescatar con un nuevo Pentecostés del siglo XXI. No creo que exagero; basta volver la vista atrás al Concilio Vaticano II, que sigue siendo nuestra mejor referencia de los últimos años, para recordar el debate esencial entre dos modelos de Iglesia: el que buscaba una mayor y mejor comunión, y el que primaba lo canónico, basado en el sometimiento a la autoridad jerárquica que dicta leyes y gobierna a los fieles. Y sin embargo, un tema tan esencial como este no tuvo transcendencia apenas ya que una gran parte de la base eclesial ni se enteró de que existía tal debate ni la importancia del mismo.
Esta sinodalidad a la que nos convoca el Papa, exige que tenga consecuencias tanto en las estructuras como en los procesos en los que la Iglesia se expresa para hacer posible este ‘camino común’ y renovar la misión del Pueblo de Dios, de todo él, que se concreta en servir evangelizando. Sin esta dirección, la Iglesia continuará mirándose el ombligo, encastillada en el poder jerárquico e institucional y distanciándose todavía más de la sociedad a la que debe anunciar la Buena Noticia. Como afirma la Evangelii Gaudium, el objetivo de los sínodos “no será principalmente la organización eclesial, sino el sueño misionero de llegar a todos” (EG 31) dialogando y siendo fermento en medio del mundo.
En esta lógica se entiende el proceso siguiendo el método de la escucha y del discernimiento como herramientas capaces de impulsar de nuevo en la Iglesia un dinamismo misionero y de servicio desde la praxis de las Bienaventuranzas y de oración constante que Jesús tanto insistió a los suyos. De lo contrario, no llegaremos a ser la Buena Noticia para los hombres y mujeres de este tiempo.
Recordemos el perturbador mensaje evangélico de que Jesús no había venido a traer paz al mundo, sino la espada. Algunos todavía siguen creyendo en su literalidad, pero lo cierto es que se trata de vivir el Evangelio como lo que realmente es, un revulsivo interior que no permite actitudes acomodaticias a la hora de instaurar el Reino de la justicia y el amor cristianos. A esto es a lo que estamos convocados por el bautismo.
La pasividad, el desentenderse de esta nueva propuesta, no darle la importancia esencial que tiene o frenar iniciativas laicales incluso en los ámbitos parroquiales aun de manera sibilina pero eficaz, solo nos lleva al camino señalado por J. T. de Lampedusa, y que algunos siguen pretendiendo imponer: que cambie lo necesario para que todo siga igual.
El espíritu del Evangelio está en juego. Vivamos comprometidos esta sinodalidad.